Desde el centro del durazno, la luz se filtra en un tono que no es rosa ni amarillo ni anaranjado, sino algo intermedio, algo que se siente en la lengua antes que en los ojos. La pulpa cede, la piel se estira. Adentro, todo se mueve lento, como si el tiempo fuese otra cosa. Afuera, alguien está mirando.
La escena se repite una y otra vez. Un niño deja su juguete sobre la mesa y sale de la habitación. La puerta se cierra. Y en ese instante, el objeto despierta. Respira. Se estira. Se mira las manos y se pregunta, ¿qué soy cuando nadie me mira?
Si miramos demasiado fijo, la magia se endurece; pero si se aparta la vista, algo se mueve en el rabillo del ojo. Este es el animismo cotidiano: la certeza de que las cosas no solo están ahí, sino que son algo más.
Una sombra cae en dirección equivocada, un reflejo flota sin origen. Como si, en el momento justo en que nadie observa, el dibujo hubiera movido un detalle de lugar. Y ahí está la pregunta: ¿fue siempre así, o es que ahora lo vemos por primera vez?
El dibujo, entonces, no es solo imagen, sino también comportamiento. Un objeto que nos devuelve la mirada, que nos espera pacientemente cuando salimos de la habitación. Y cuando regresamos, nos da la sensación de que algo, en nuestra ausencia, se movió apenas un milímetro. Lo justo como para hacernos dudar de nuestra memoria, pero no tanto como para probar que estamos equivocados.
Sasha Minovich, Marzo 2025